El poeta que vino de lejos

    



Foto: Gestiónucab.edu.ve





Cuando decides escribir estás en un área permanente de búsqueda. De preguntas infinitas y respuestas inconclusas.  De criaturas que nacen de lo dúctil y profundamente creíble que reposa en el alfabeto y que se estructura conforme al paso del sentir, del adentro.


Mi vivencia, mi encuentro, mi guía en los inicios de esta búsqueda fue con una persona extraordinaria:  el laureado poeta canadiense Mark Strand.


Yo acudí a verlo durante una breve visita al auditorio en mi alma mater, la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, Venezuela. Allí, rodeado de personajes importantes dentro del quehacer cultural de mi país pude verlo a escasa distancia. Su metro ochenta de estatura escondía pobremente a su espíritu inquieto y luminoso, allí, sentado como estaba en el podio.


La audiencia era escasa, cosa proverbial entre fanáticos de poesía y literatura, sin embargo, el auditórium estaba impregnado de una atmósfera reflexiva, atenta ante lo que el bardo traía en sus alforjas para darnos a nosotros, ávidos de indagar en misterios elaborados a base de recuentos de vidas propias o ajenas, buscando en sus palabras de invitado de honor la voraz y nutricia lección del testimonio vivo.


Sorprendentemente, me encontré a una persona sencilla, despojada totalmente de ese ego insufrible de los famosos o de quienes creen serlo, de esa descarnada arrogancia que poseen algunos críticos literarios, poetas reconocidos, o profesores universitarios que se declaran por encima de lo humano o divino. No, Mark Strand fue un hermoso ser humano, provisto de una extraordinaria sensibilidad y de una humildad que corrobora lo que siempre he pensado... mientras más cargado de frutos está el árbol, más se inclina.


Sus ojos brillaban de satisfacción ante las preguntas de todos nosotros, imberbes escritores noveles o protopoetas buscando a la fuente de un posible paraíso, buscando el tránsito hacia esas realidades que se crean desde la mente y luego asombran. No me defraudó.


En su disertación nos abrió la premisa de Picasso, afirmando que la musa en poesía debe encontrarte trabajando. Nos dio elementos transitivos para la búsqueda del absoluto contrapuesta a la inclemencia del tiempo concreto, es decir, abrió la compuerta de los hallazgos en la voz poética para disipar esa búsqueda de lo privilegiado en un horizonte pleno de fecundidad a fuerza de tesón e insistencia.


Yo estaba sumamente nervioso y en un inglés algo oxidado por desuso le hice la pregunta que yo consideraba capital; ¿Cómo enfrentar la página en blanco?

Me miro con ojos brillantes en ese frenesí que se alimenta de sí mismo, y me respondió:


- "Sólo siente". 


Allí comprendí que escribir poesía es una cosmovisión, la poesía es en sí misma una ética y una ontología, eso que los alemanes llaman Weltanschauung, una manera de ver al mundo y no consiste puramente en un modo más de hacer literatura.

En mi paso por la Universidad pude encontrar profesores que insistían en despojarse de lo sensible, en hacer del acto de escribir algo mecánico en un constante y rutinario ejercicio desprovisto del referente sensible. Insistían en reducir la pura carne contemplada como una realidad ajena a la substancia primaria, donde la nostalgia, o el mismo drama humano de existir y sentir no tiene cabida, tomando con pinzas al sentimiento en los grafemas para tamizar mil veces como un alquimista en una redoma de vidrio.


Mark Strand en breves palabras, me mostró que el tumultuoso verbo aflora al sentir con intensidad aquello que se escribe. Que la inextricable realidad se hace factible mediante el humor y amor en aquello que se hace. Que la pureza está en el sentir, no en la mecanicidad ni en la fría reelaboración. Lo agónico, lo doloroso, lo vital está plasmado cuando la perduración se hace a través del sentimiento y la honestidad auténtica.


Pienso que la poética purista e intimista, recoge esta percepción fielmente.


A ello me atengo, a lo que pude aprovechar vorazmente en esos escasos minutos, cuando los ojos de un viejo poeta que vino de lejos, me miraron brillantes señalando el sendero que debía seguir. 


Conversamos brevemente al final del coloquio, y con mucho respeto le pedí me autografiara su libro " Nada Ocurra". Hizo mucho más que eso. Me hablo de la gradación desde lo oscuro hacia lo brillante. Me dio instrucciones para ser fiel a lo que siento, incluso a costa de escudriñar de manera múltiple en la tensión intuitiva. Me indicó cómo asimilarme a mí mismo a través del escrito, como un modo de aceptación en la búsqueda de la forma metafísica concreta. 


Me sonrió, y su mano al estrechar la mía…

selló el trato,

 y yo seguí el camino que él me señaló.


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